Bajo la sombra del volcán. Aproximaciones al cine de catástrofes
Under the shadow of the volcano. Approaches to the cinema of catastrophes
Ignacio DobréeEntre los muchos subgéneros que participan del género cinematográfico de acción-aventura podemos identificar al que reúne a las películas de catástrofes. Estas consisten en relatos audiovisuales que se estructuran a partir de acontecimientos destructivos que ponen en peligro tanto la vida de los personajes entendidos en términos individuales, como a las prácticas y estructuras sociales que se moldean al interior de la diégesis. Entre las causas de estas catástrofes podemos encontrar situaciones tan diversas como fallas de la ciencia y la tecnología -como en los casos de instrumentos de medición averiados o colapsos de grandes medios de transporte-, invasiones de alienígenas o animales predadores y, también, motivos naturales como inundaciones, terremotos y erupciones volcánicas. En este trabajo nos interesa explorar el cine de catástrofe a partir de un conjunto reducido de películas que tienen como rasgo común contar un acontecimiento volcánico como uno de los componentes fundamentales de su trama1. De acuerdo a este propósito, intentaremos encuadrar estas líneas en una reflexión sobre los géneros cinematográficos, las características que asume el género de acción-aventura y las particularidades del subgénero catástrofe.
Las preguntas y reflexiones sobre los géneros cinematográficos no escapan a la problemática general de los géneros discursivos. En el marco de sus trabajos referidos a la producción verbal, Mijail Bajtín (1999) había señalado que “cada enunciado separado es, por supuesto, individual, pero cada esfera del uso de la lengua elabora sus tipos relativamente estables de enunciados, a los que denominamos géneros discursivos” (p. 248).
Bajtín encontraba en el concepto de género discursivo una manera de articular la producción verbal concreta -aquello que Saussure y sus seguidores habían restringido al concepto de habla-, con la lengua, que el mismo lingüista suizo había caracterizado como una entidad abstracta, independiente de las manifestaciones materiales a las que daba lugar. En estos términos, el concepto bajtiniano de género puede ser presentado como una instancia mediadora entre el enunciado, una entidad material efectivamente producida por alguien en un contexto determinado, y entidades más abarcadoras que actúan como marcos que regulan la producción de esos mismos enunciados con cierta flexibilidad (de ahí la modelización, clave en la definición de Bajtín, que ofrece el adverbio “relativamente”).
Es necesario apuntar que en sus trabajos sobre géneros discursivos, Bajtín se ocupó exclusivamente de la producción verbal, por lo que un desarrollo crítico que considere problemas de transposición de su teoría al lenguaje cinematográfico reclama ser considerado, tal como ha hecho Ximena Triquell (2017). Posponiendo para otro momento la atención teórica que estos pasajes demandan, la definición de Bajtín constituye una referencia privilegiada al momento de pensar los géneros cinematográficos, ofreciendo puntos de contacto con planteos desarrollados por otros autores que han reflexionado sobre el mismo tema, pero aplicado al medio audiovisual.
En su trabajo introductorio a las teorías del cine, Robert Stam y Carlés Roché-Suárez (2001) señalaron que los géneros cinematográficos han sido abordados desde dos grandes perspectivas. Siguiendo el pensamiento de Thomas Schatz, los autores indican que una de ellas los ha considerado como un ritual cultural, destinado a restablecer el orden social (como el western y las películas de detectives) o a contribuir a la integración social (entre los que se encuentran el musical, la comedia y el melodrama). De este modo, los géneros responderían a las demandas de las audiencias (Rodríguez, 2014), relegando a las instancias productoras a un papel secundario que se limita a responder a las presiones que ejerce el público.
Rick Altman (2000) también ha identificado esta vertiente, señalando que “la aproximación ritual considera que el público es el creador de los géneros, cuya función, a su vez, es justificar y organizar una sociedad prácticamente intemporal” (p.50).
La otra posición se asienta en los postulados de la Escuela de Frankfurt, y entiende a los géneros como un “mero síntoma de la producción masificada en cadena” (Stam y Roché-Suárez, 2001: p.153), caracterizando a las audiencias como entidades homogéneas que pasivamente reciben los productos que la industria les ofrece con el fin de garantizar la obtención de la renta e inducir a los espectadores a “creer en falsos presupuestos de unidad social y felicidad futura” (Altman, 2000, p. 51).
Frente a estas miradas, Stam y Roché-Suárez (2000) señalan una tercera opción que entiende al género como la “cristalización de un encuentro negociado entre cineasta y público, una reconciliación de la estabilidad de la industria con el entusiasmo de una forma de arte popular en evolución” (p. 153). Este abordaje, que podría ser identificado como una perspectiva contractual de los géneros, pone el acento en las articulaciones y negociaciones que se dan entre las diferentes instancias que participan de todo proceso comunicacional. Así se desprende, por ejemplo, de la definición que ofrece Steve Neale, quien considera a los géneros como “sistemas de orientaciones, expectativas y convenciones que circulan entre la industria, el texto y el sujeto” (citado en Stam y Roché-Suárez, 2001, p. 153).
Pensar a los géneros desde este lugar permite entenderlos en todo su dinamismo e historicidad, ya que evita considerarlos como resultado de la determinación unilateral de alguno de los actores que participan de la producción, circulación y recepción de una película -sean estos autores, estudios, distribuidores o audiencias-, como estructuras inalterables que definen la formación de los textos, o como clasificaciones anquilosadas que no admiten ambigüedades ni hibridaciones.
En línea con la tercera propuesta, es posible afirmar que los géneros cinematográficos no constituyen entidades estáticas, sino que se van definiendo y redefiniendo en función de un juego de articulación entre la producción y la recepción de las películas. Si las películas son producidas a partir de una serie de lineamientos generales que definen sus formas, también es cierto que estas deben cumplir con las expectativas generadas por las audiencias para alcanzar esa relativa estabilidad que les atribuía Bajtín.
Los géneros funcionan, por lo tanto, como las condiciones de reproducción de ciertas características de base que se materializan en los textos audiovisuales, pero también se abren a la posibilidad de presentar modificaciones, por más imperceptibles o leves que a veces nos parezcan. En estos procesos de reproducción y cambio es donde pueden reconocerse sus transformaciones históricas.
Esta concepción de los géneros cinematográficos permite a la vez alejarse de algunos problemas que de forma recurrente surgen en sus análisis, como el normativismo o su consideración como entidades monolíticas (Stam y Roché-Suárez, 2001). No hay, en este sentido, normas ineludibles que una película deba cumplir para ser considerada dentro de un género, o géneros puros en el sentido de que una película pertenece exclusivamente a un género. Con las ideas expuestas por Jacques Derrida en “La ley del género” como referencia, Triquell (2017) sostiene en esta línea que “hablamos así de filmes que «participan» de uno o varios géneros y no que «pertenecen» a estos” (p.164). Esta situación se hace evidente, por ejemplo, en el género de acción-aventura que nos ocupará más adelante, ya que las películas que apelan a este tipo suelen cruzarse con el western, el policial o la ciencia ficción, entre otras opciones (Tasker, 2005; Neale, 2005).
Tras lo expuesto, es posible afirmar que los géneros ofrecen a los productores elementos temáticos, retóricos y enunciativos (Steimberg, 1998) para la producción textual que, en función de recurrencias históricas, son reconocibles por las audiencias y responden a las expectativas depositadas por ellas sobre esos mismos textos. Hay que agregar, a la vez, que la lógica del consumo estético2 incluye dentro de las propias expectativas de las audiencias la incorporación de elementos novedosos que permitan renovar su vínculo con los textos. Ver una película de género no significa ver siempre la misma película, sino tal vez disfrutar con la manera novedosa en la que se combinan elementos reconocibles, o también hacerlo al encontrar elementos nuevos que provienen de lugares inesperados.
En los términos expuestos, los géneros pueden ser entendidos como “un conjunto de recursos discursivos, una plataforma para la creatividad que el director puede emplear (…). Pasamos, pues, de una taxonomía estática a un movimiento activo de transformación” (Stam y Roché-Suárez, 2001, p.156).
El término compuesto “acción-aventura” como distinción genérica aplicado a las películas tiene un largo recorrido. Steve Neale (2005) identificó su temprano uso en un ejemplar de Film Daily de 1927 para describir The Gaucho (F. Richard Jones, 1927), una película protagonizada por Douglas Fairbanks. Aún más, utilizados de forma separada, los conceptos de acción y aventura “tienen una historia todavía más larga, y las películas en la tradición de la acción-aventura han sido un elemento básico en la producción de Hollywood desde 19103” (p.74). Incluso antes de esa fecha es posible reconocer antecedentes como El gran robo al tren (Edwin S. Porter, 1903), en la que un grupo de bandidos comete un asalto a una formación ferroviaria en marcha, con la inclusión de disparos, explosiones y peleas cuerpo a cuerpo sobre la máquina en movimiento.
Las películas que participan de este género pueden ser reconocidas, siguiendo al mismo autor, por una serie de características comunes: “una propensión a la acción física espectacular, una estructura narrativa que incluya peleas, persecuciones y explosiones, y además del despliegue de efectos especiales de vanguardia, un énfasis en la realización de proezas atléticas y trucos” (p. 71).
A las características mencionadas pueden agregarse, además, algunos rasgos generales como personajes que suelen caracterizarse más por las acciones que desarrollan que por sus componentes psicológicos, la persecución de objetivos simples y específicos (ganar una competencia, capturar a alguien, salvar a un grupo), cuyo cumplimiento es dificultado por oponentes antitéticos fácilmente identificables. A la vez, es frecuente el empleo de planos cortos para las escenas de acción y que la acción dramática ocurra en lugares alejados de los espacios cotidianos, como sucede en los casos de selvas, desiertos o galaxias.
Las producciones que presentan esta colección de elementos dramáticos y formas de afrontar los conflictos, desplegados a partir de una serie de recursos tecnológicos actualizados encuentran en su despliegue de componentes senso-perceptivos vínculos tanto con las formas de entretenimiento popular pre-cinematográficas, como con los modos cinematográficos iniciales, denominados por diferentes autores como el cine de los primeros años (Darley, 2002), cine atracción (Gaudreault, 2007) o, simplemente, cinematógrafo (Morin, 2001). Al margen de algunas diferencias atendibles en la interpretación de estos procesos que cada autor presenta, lo destacable en sus perspectivas es, sin duda, el reconocimiento común de la dimensión espectacular como rasgo preponderante de todo el conjunto. La aparición del aparato cinematógrafo no significó un quiebre radical con las formas de empleo de lo cinemático precedente, sino más bien toda una serie de continuidades.
Tanto las tecnologías pre-cinematográficas que contribuyeron a configurar el cine, como el cinematógrafo durante sus primeras dos décadas de existencia pueden ser caracterizados a partir lo que Marcelo Dematei (2012) ha llamado máquinas representacionales. Insertos en sus contextos específicos de recepción de imágenes, estos dispositivos de producción visual presentaban una combinación de elementos complementarios, constituidos por una base tecnológica de la que se destacaba su carácter innovador, un espectáculo inmersivo que fomentara la ilusión de participación de la diégesis y, finalmente, un efecto social como espectáculo que formaba parte de los modos de entretenimiento popular de aquellos tiempos.
En este último punto es importante recordar que las formas espectaculares a las que acuden estas experiencias colectivas fueron concebidas para “estimular y atrapar al ojo, y frecuentemente también al estómago (a las vísceras) más que al cerebro o al intelecto” (Darley, 2002, p. 74). Los trucos y artefactos estaban así cada vez más a la orden del día (las innovaciones introducidas por Robertson en la linterna mágica para perfeccionar sus fantasmagorías son un claro ejemplo), incorporados con el objetivo de “provocar un placer visual intenso e instantáneo, en la producción de imágenes y acción que estimulase, asombrase y maravillase al público” (p. 73).
En este sentido, tanto las prácticas populares desplegadas alrededor de los juguetes ópticos y las fantasmagorías primero, como el teatro óptico después, ofrecieron al cine de las primeras décadas -antes de que las estructuras lógico-narrativas terminaran por institucionalizarse- una genealogía de la cual ser parte.
No es necesario forzar la mirada para reconocer los lazos que el género de acción-aventura sostiene con estas experiencias. La edición frenética, el papel que asume la música y, sobre todo, la importancia atribuida por productores y audiencias a los efectos especiales llevan al género a ser identificado por el privilegio de la dimensión espectacular por sobre la narrativa.
Esto se ha hecho particularmente evidente en películas de los años setenta y ochenta que constituyeron el Nuevo Cine de Hollywood, del que el género de “acción ha emergido como un preeminente género comercial” (Tasker, 2005, p.1). En estas películas4, la construcción de las imágenes por la vía de los efectos especiales -fenómeno potenciado al extremo con la introducción y expansión de las tecnologías digitales en las últimas décadas- presenta un interés primordial.
Este vigor recobrado por los componentes visuales que buscan introducir a los espectadores en una experiencia inmersiva de alto grado no ha significado la desaparición de la narración, sino su repliegue como factor esencial. Como sostiene Darley (2002) respecto a las películas de aquellos años, pero que también se aplica a un considerable número de las actuales, “siguen siendo formalmente narrativas; lo que sucede es que la historia que cuentan ya no constituye la razón principal para ir a verlas” (p.170).
3 Todas las traducciones de los textos de Y. Tasker y S. Neale son propias.
4 D. Andrew (2002) cita, entre otras, a El exorcista (William Friedkin, 1973), Tiburón (Steven Spielberg, 1975), La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979), Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y Robocop (Paul Verhoeven, 1987) (p. 163-164).
Es el Nuevo Cine de Hollywood el que ofrece un contexto privilegiado para la irrupción de un subgénero de la acción-aventura: las películas de catástrofe. Inaugurado con el estreno de La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972), el subgénero se define por incluir un acontecimiento destructivo total de índole natural, accidental o criminal como eje de la ficción (Ramonet, 1978). Este evento catastrófico ubica a las películas que lo contienen en una de las dos variaciones características del género acción-aventura identificadas por Neale (2005): la forma de la supervivencia. Esta modalidad “hace foco en un héroe interactuando con un grupo microcósmico, el sargento de una patrulla, el líder de un escuadrón, la persona que guía a un grupo de náufragos fuera del peligro y de regreso a la civilización” (p.74)6. De este modo, los personajes dispersos en la ficción antes de la irrupción de la catástrofe se reúnen con el objetivo común de lograr su propia salvación y, eventualmente, la de sus seres cercanos.
Es importante señalar este último punto porque permite diferenciar a las películas de catástrofe de otras que participan de otros géneros o subgéneros cercanos. La simple presencia de un acontecimiento catastrófico (para nuestros propósitos, volcánico), no es un pasaje de inclusión directa en el subgénero. Es el caso, por ejemplo, de Krakatoa, al este de Java (Bernard L. Kowalski, 1968), un largometraje que constituye un firme antecedente del subgénero, pero cuya trama se vuelca hacia la aventura clásica: ubicar una embarcación hundida para recuperar un tesoro y encontrar pistas que lleven al paradero de un niño perdido. La referencia al volcán es tan evidente que integra el título de la película, y la erupción del Krakatoa forma parte del segundo punto de giro, pero lo que moviliza a los personajes a lo largo del relato no es su ansia de salvación frente al evento devastador que se les impone, sino aventurarse en las aguas del océano Índico a la búsqueda de un naufragio.
Diferente es la situación en Volcano (Mick Jackson, 1997), en donde la conformación de un volcán en el centro de la ciudad pone en jaque a toda Los Ángeles, o en Dante’s Peak (Roger Donaldson, 1997), en la que la erupción de un volcán destruye a la pequeña población que se ubica a sus pies y da nombre a la película. En estos casos, los fenómenos volcánicos son los que presentan a los personajes las fuerzas contra las que deben luchar para sobrevivir. Es cierto que puede haber subtramas de carácter romántico, como de hecho sucede en estas dos películas, u otros conflictos como el enfrentamiento entre los intereses individuales y los colectivos, pero eso no debe hacernos perder de vista que el drama principal, entendido como “la representación de la voluntad del hombre en conflicto con los poderes misteriosos o las fuerzas naturales que nos limitan y empequeñecen” (Sulbarán Piñeiro, 2000, p.54) es el de los sujetos que luchan contra acontecimientos naturales que los desbordan y trascienden.
4.1 Condiciones de conformación del subgénero
De acuerdo a Ignacio Ramonet (1978), el subgénero de catástrofe surgió en el contexto de la cultura estadounidense de los años setenta a partir de la combinación de una serie de factores. Por un lado, Ramonet identifica una profunda crisis en tres de los pilares de la confianza de los habitantes de aquel país: la omnipotencia de su ejército devastada por la experiencia de Vietnam, la rectitud de su presidente cuestionada por los escándalos de espionaje político y el golpe que significó la disolución del sueño sobre la invulnerabilidad de su economía. El resquebrajamiento de estas bases significó para las audiencias la desorientación respecto a su futuro, y las películas de catástrofe funcionaron entonces como un mapa que les permitía imaginar cómo superar la crisis al presentarle escapatorias posibles ante situaciones de extremo caos. Por otro lado, tras más de dos décadas al aire, la excitación por la irrupción de la televisión había menguado de forma notable y su presencia en los hogares se había naturalizado. Frente a esta situación los productores comprobaron que en aquellos años “la pantalla chica constituye para los jóvenes el símbolo del encierro familiar y del embrutecimiento colectivo” (Ramonet, 1978: p.140), por lo que el cine pasó a contar con una oportunidad histórica de relanzamiento que se sostuviera en el anhelo de las nuevas generaciones de diferenciarse de sus progenitores.
En este marco, el éxito en las taquillas que lograron las películas de catástrofe sacó a Hollywood del pozo en el que se encontraba, y los productores comprendieron entonces que “a través de la demanda de filmes catastróficos, lo que el público formula es una demanda de efectos especiales y convierten a estos en la estrella principal de sus ficciones más costosas” (Ramonet, 1978, p. 145).
Es indudable que el perfeccionamiento progresivo de los efectos especiales por la vía del desarrollo tecnológico facilitó la producción de películas de este tipo en muchos sentidos, pero creer que el impulso correspondió exclusivamente a la innovación tecnológica significaría caer en alguna modalidad de tecnocentrismo. Como plantea Tasker (2005), las películas de acción y aventura ofrecen un terreno fértil para explorar la innovación visual y los efectos especiales -sobre todo aquellos basados en las imágenes creadas por computadora- pero estas iniciativas ya estaban presentes mucho tiempo antes de la explosión de la industria de los efectos especiales, con el uso de las técnicas de stop motion en películas tan distantes como El mundo perdido (Harry O. Hoyt, 1925) y Jason y los argonautas (Don Chaffey, 1963). Bajo este argumento, “es la tecnología (digital) lo que es nueva, antes que el impulso atrás de ella” (Tasker, 2005, p.6).
4.2 La catástrofe como estructuración del relato
El hecho de que la catástrofe se presente como el eje de la ficción tiene como consecuencia dividir al relato en tres partes bien diferenciadas: antes, durante y después de la tragedia (Ramonet, 1978, p.143).
El primer momento está constituido por un planteamiento que se va conformando a partir de la relación que se establece entre el estado de tranquilidad cotidiana en la que se encuentran los personajes al comienzo del relato y la aparición de índices que anticipan la catástrofe. En Volcano, por ejemplo, la secuencia que da lugar a la presentación de los títulos no se demora en nimiedades. Apelando al recurso del montaje paralelo muestra los albores de la actividad en la mañana angelina, en articulación con imágenes de actividad volcánica subterránea que en rojos incandescentes representa el peligro latente. En Dante’s Peak la situación es similar ya que los índices comienzan a manifestarse poco tiempo después de que el geólogo que encarna al personaje principal llegue al pueblo para monitorear la actividad volcánica. Aguas termales que elevan sus niveles de acidez y movimientos de terreno son algunos de los fenómenos anticipatorios del desastre por venir, aun cuando otros expertos y pobladores desconozcan los avisos del experimentado científico.
La aparición de estos elementos pueden ser entendidos como funciones indiciales en el sentido planteado por Roland Barthes (1972). Aquí, no solo cumplen un rol cohesivo en la trama en la medida en que establecen una correlación con un acontecimiento futuro, sino también contribuyen a establecer las expectativas que fundamentan la instalación progresiva del suspenso.
La segunda parte se expande durante el desarrollo de la catástrofe, cuya aparición suele constituir el primer punto de giro en este subgénero. Si bien en los casos analizados los fenómenos responden a causas naturales, en todos ellos sus efectos devastadores son el resultado de fallas de las instituciones científicas y políticas. Tanto en Volcano como en Dante’s Peak, las solitarias advertencias de los personajes que toman consciencia del riesgo son desoídas en función de intereses políticos y económicos de personajes que ocupan posiciones con mayor poder de decisión. Como consecuencia, cuando la catástrofe finalmente aparece, lo hace como algo imprevisible, sorpresivo y, por lo tanto, dejando a los personajes sin chances de implementar medidas de resguardo antes de que suceda. No significa esto que la erupción volcánica se pudiera prevenir (como si acaso eso fuera posible), sino solo socializar la información para permitir a los personajes hacer algo para estar más o menos preparados para enfrentarla. En este sentido, por ejemplo, es difícil encontrar en este tipo de películas secuencias como las de preparación para la batalla o el enfrentamiento, recurrentes en otros subgéneros de acción-aventura. En estas situaciones, por ejemplo, el o los personajes se pertrechan y aprenden técnicas de ataque y defensa ante el inminente enfrentamiento con su oponente. Nada de esto sucede en las películas de catástrofe, en las que los personajes suelen ser sorprendidos por los eventos en sus actividades cotidianas, sin tener chance de desplegar acciones que los protejan o los alejen del peligro.
Por otro lado, estas instancias marcan el momento en el que no hay lugar para ambigüedades. Como observa Ramonet (1978), la catástrofe inaugura un estado de excepción que delega todo el poder operativo a las autoridades o a los sujetos legitimados por su experiencia. Esto sucede tanto en Volcano (en la que Roark, jefe de la Unidad de Manejo de Emergencias dependiente del Estado local, es el personaje principal y responsable de todas las decisiones destinadas a canalizar la lava del volcán en proceso de formación), como en Dante’s Peak (en la que ejército y bomberos son los encargados del improvisado operativo de evacuación de la población, mientras el geólogo se limita a socorrer a la familia de la alcaldesa con la que ha entablado una relación que trasciende la formalidad institucional). Aun en una película como La última ola (Roar Uthaug, 2015), en la que un desplazamiento de tierra en una zona de los fiordos noruegos ocasiona un tsunami que arrasa con un pequeño pueblo, quien alerta y direcciona el escape hacia tierras elevadas es un geólogo que logra anticipar el fenómeno gracias a su saber especializado.
Por otro lado, frente a los personajes que toman a su cargo las decisiones respecto a las medidas para enfrentar la crisis, a la gran masa de personajes civiles restantes no les queda otra que huir de manera caótica, sin capacidad de prevención ni conocimiento respecto a qué hacer. En Dante’s Peak la situación se vuelve descontrolada en todo sentido, con corridas en las que unas personas pisan a otras, autos atascados, choques y otros vehículos que directamente son llevados por las crecidas producto del deshielo. La situación se replica en Pompeya (Paul W.S. Anderson, 2014), un melodrama que toma como trasfondo histórico la erupción del Vesubio que en el año 79 sepultó a la ciudad que le da el título al film. En este largometraje todo se precipita cuando el volcán estalla, con miles de personas corriendo desbocadas sin la certeza de que el lugar al que se dirigen sea el que garantice su salvación. En tanto, en Volcano los civiles tampoco están organizados para reaccionar frente al desastre, pero al menos algunos de ellos tienen la capacidad de improvisar una protesta que demanda ayuda para los barrios pobres.
La parte final corresponde a los momentos posteriores a la catástrofe, cuando las consecuencias de la acción de las fuerzas naturales comienzan a ser mensurables y el relato se aproxima a su cierre. Es la instancia en la que los personajes terminan de estrechar sus lazos, porque si antes de la catástrofe estaban separados, su finalización los hallará unidos. Sucede en Volcano, entre Roark y la científica que deviene su informante sobre el comportamiento volcánico, y también en Dante’s Peak entre el geólogo y la alcaldesa del poblado devastado. Incluso en Pompeya, en la que los personajes centrales -un gladiador y la joven miembro de una acomodada familia comerciante- sellan su unión con un beso antes de ser consumidos por el viento de ceniza ardiente.
La catástrofe todo lo destruye, y el fuego que la acompaña parece funcionar como un ritual de purificación que permite “imaginar una tabla rasa general y un reconocimiento mejor, sobre otras bases científicas, políticas y morales” (Ramonet, 1978, p.143). De este modo, la parte final del subgénero presenta a sus personajes la oportunidad de un nuevo comienzo bajo otras condiciones, una suerte de premio a su capacidad de superar la prueba impuesta por las fuerzas naturales.
4.3 Algunos rasgos (sub)genéricos
Una de las características sobre las que se asienta el subgénero es la puesta en evidencia de la desigual relación de fuerza entre los personajes y la naturaleza. En términos formales, es frecuente el recurso de movimientos o emplazamientos de cámara sobre los ejes verticales para emplear las coordenadas arriba / abajo como significantes de la amenaza que el volcán representa para los personajes. La relación entre ambos puede darse por procedimientos diferenciados como juegos de campo-contracampo, imágenes con gran profundidad de campo o movimientos de cámara que lleven de lo pequeño a lo imponente, o también a la inversa. Lo importante consiste en lograr establecer la conexión entre ambos elementos. Un ejemplo paradigmático se encuentra en Dante’s Peak, en donde la cámara lleva mediante un movimiento descendente desde el volcán todavía calmo pero imponente hasta el poblado que ingenuamente festeja en las calles haber sido designado por una revista la “segunda mejor ciudad para vivir del país con menos de 20.000 habitantes”.
Las diferentes puestas en escena se nutren también de otras relaciones de contraste, construidas mediante recursos de montaje, composición y cambios abruptos en las claves y/o paletas de color. La oposición más extrema en este sentido se genera a partir de la representación de la vida sin mayores preocupaciones antes de la erupción del volcán y lo que sucede durante su eclosión, representado habitualmente mediante vendavales de cenizas, piroplastos, lava en movimiento y sismos que llevan a la desorientación y el caos generalizado. Ejemplos de contraste pueden encontrarse en las dicotomías planteadas entre peligro latente/cotidianeidad, y operativos de contención/avance de la amenaza en Volcano; manifestación de la amenaza/fiesta pública y violencia de la erupción/calma de escenas afectivas en Dante´s Peak; y magnitud del volcán/insignificancia de los humanos en Pompeya.
Las relaciones de contraste cumplen una función importante en la representación de la catástrofe como evento sorpresivo, dado que cotidianeidad y fenómeno volcánico aparecen enfrentados y, en cierta medida, presentados como excluyentes entre sí. No hay posibilidad de peligro latente si éste está integrado a la cotidianeidad, si es reconocido por los personajes como un elemento más de su acontecer diario. En otras palabras, el peligro debe ser una situación externa a la comunidad, a la que desde esa posición amenaza con hacer volar por los aires su equilibro interno.7
Esta característica resulta fundamental en dos aspectos. Por un lado, le otorga un rasgo distintivo al subgénero dentro del gran género de acción-aventura. Si en un primer momento habíamos señalado que las películas de acción-aventura llevaban los acontecimientos lejos de la cotidianeidad de sus personajes, en el subgénero catástrofe esta característica se invierte. Es necesario que sea la propia vida de los involucrados la que esté bajo amenaza para que puedan someterse a prueba, y eventualmente renovarse, los lazos que los unen. Diferente sería si el personaje emprende una travesía para cumplir su misión a un lugar alejado de su espacio cotidiano, ya que este permanecería aislado, congelado en el tiempo a la espera del regreso del héroe.
Es lógico que esta relación de contraste en particular, calma interior/amenaza exterior, se presente con mayor fuerza antes del primer punto de giro del relato como una manera de generar suspenso en los espectadores. A ello contribuye el empleo predominante en el género -y este es el segundo aspecto- de lo que Gaudreault y Jost (1995) han denominado focalización espectatorial, es decir, aquella en la que “el narrador puede (…) dar una ventaja cognitiva al espectador por encima de los personajes” (p.151). En este sentido, los índices que señalan la catástrofe que se aproxima resultan clave para poder desdoblar, por decirlo de algún modo, los efectos de su aparición. Si los personajes ignoran los motivos que generan los signos que se les presentan (por intereses personales, desidia o la falta de conocimiento que permita conectar esos índices con sus causas), los espectadores están en condiciones de saber qué es lo que sucederá, ya sea porque el relato les ofrece la información de manera explícita, o por el saber lateral que les otorga el conocimiento de las leyes del género. De esta manera, la pregunta a cargo de los espectadores sobre qué sucederá queda relegada por otras como cuándo sucederá la catástrofe o cuándo finalmente los personajes se darán cuenta del peligro que corren. Esta operación, sin duda, prepara las condiciones para la sorpresa que experimentan los personajes cuando la catástrofe termina por manifestarse con toda su fuerza, y construye para los espectadores una escalada de suspenso que alcanzará su punto culminante en el momento en el que el volcán desata su furia contenida.
Como hemos mencionado, a partir de la erupción, el relato ingresa en su segunda parte. Aquí también es posible reconocer una distinción genérica. Si antes habíamos dicho que en las escenas de acción predominan los planos cortos, en el subgénero catástrofe es necesaria su articulación con planos más abiertos que puedan poner en contexto las acciones que despliegan los personajes. No se trata aquí de enfrentamientos entre cuerpos de similares dimensiones, representados con planos del tipo puño golpea rostro o patada lastima costillas, posibles de ser captados en su detalle por una cámara cercana, sino de un enfrentamiento entre unos cuerpos vulnerables y una fuerza colosal que no les da tregua. Es cierto que también es necesario capturar la expresión de los rostros durante la catástrofe para brindar dramatismo a los acontecimientos, y sin duda no hay omisiones en este aspecto, pero el gesto tomaría otro sentido si no se pone en campo la manifestación natural que lo provoca. Este es el motivo por el que son frecuentes los planos abiertos que combinan una angulación en contrapicado, adoptando el punto de vista de los personajes, haciendo significante su vulnerabilidad, con otras tomas aéreas que dan cuenta de la insignificancia de la corporalidad humana frente a la magnitud de una naturaleza que le impone todo su poder.
5Las películas aquí abordadas han sido analizadas junto a Ailén Spera en el marco del proyecto de investigación de la UNRN denominado “Percepción ambiental en la Patagonia Andina: memoria y prevención”. En aquella oportunidad prestamos especial atención a las formas audiovisuales que asumen las representaciones de los acontecimientos volcánicos y las representaciones sociales de las instituciones involucradas en el trabajo de prevención y mitigación. Parte de lo expuesto en este apartado es deudor de ese trabajo conjunto. La forma restante señalada por S. Neale es la del héroe solitario, que puede ser un bravucón, un explorador en la línea de Indiana Jones, o el salvador externo de un grupo en peligro.
6 La forma restante señalada por S. Neale es la del héroe solitario, que puede ser un bravucón, un explorador en la línea de Indiana Jones, o el salvador externo de un grupo en peligro.
7 En este sentido, La última ola constituye un desvío genérico en la medida en que toda la comunidad está al tanto de la posibilidad de desplazamientos tectónicos y el peligro que conllevan. No obstante, esta película construye su drama focalizándose en los obstáculos que los personajes deben superar para sobrevivir y encontrarse después de la catástrofe.El recorrido propuesto nos ha llevado finalmente a reconocer algunos rasgos que nos permiten identificar a las películas de catástrofe como uno de los subgéneros del género de acción-aventura. A partir de esos rasgos identificados por productores y audiencias es posible decir que tanto los géneros como los subgéneros permiten establecer un juego hasta cierto punto antinómico. Si por un lado operan como un elemento homogeneizador en la medida en que aglutinan diferentes películas bajo un mismo conjunto de características, también es válido reconocer que esas mismas características genéricas permiten diferenciar a esas películas de otras que participan de otros géneros. En este sentido, es posible decir que los géneros hacen sistema (Steimberg, 1998), en la medida en que cada uno no se define por sus rasgos internos (o al menos, no exclusivamente), sino más bien por las relaciones diferenciales que mantiene con los otros géneros.
Nuestro trabajo se concentró en analizar películas cuyas catástrofes respondan a fenómenos naturales. Existen, por supuesto, otras causas que motivan catástrofes con sus correspondientes manifestaciones cinematográficas. No obstante, este recorte inicial nos permitió identificar algunos rasgos que diferencian a este subgénero de otros que, en principio, se presentan como muy cercanos. El acontecimiento catastrófico como articulador del relato y no como trasfondo de algún otro conflicto, la necesidad de establecer contrastes que permitan resaltar el peligro que corre el mundo de los personajes y la recurrente focalización espectatorial inicial que ubica a los espectadores ante el suspenso son algunos de ellos.
Sin duda, las características que asuma el subgénero no son inmunes a las variaciones a las que los someta su permanente contacto con el contexto social que enmarca su producción y recepción. En este sentido, la identificación y caracterización del peligro puede ser un elemento clave en futuros reajustes genéricos. Para plantearlo mediante un par de preguntas, ¿qué es lo que se considera “peligroso”? ¿Cómo aparece representado en el discurso cinematográfico? En estas líneas nos hemos ocupado de las películas con acontecimientos volcánicos, pero la lista es mucho más amplia. Los cambios climáticos que el planeta atraviesa, las tensiones de la política internacional y las formas que adopta la distribución de la riqueza, entre tantos otros, pueden ser elementos a tener en cuenta en el momento en que analicemos la manera en la que se representa en el medio cinematográfico la superación o el fracaso ante las crisis que a diario se presentan. A este conjunto, sin duda, se incorporó desde hace algunos meses la pandemia generada por el Covid-19. Películas como 12 monos (Terry Gilliam, 1995), Epidemia (Wolfgang Petersen, 1995) y Contagio (Steven Soderberg, 2011), solo por mencionar algunos ejemplos, ofrecen miradas sobre problemáticas afines a la que atravesamos en la actualidad. Más allá de los motivos que generan las catástrofes, el cine que se inscribe en este subgénero puede resultar un medio de acceso importante para analizar críticamente cómo nos pensamos ante esos desafíos y cuáles son los caminos imaginarios que construimos para afrontarlos.
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